viernes, 18 de mayo de 2007

Un Papa que entiende de amores


En los ambientes eclesiales siempre ha existido gran expectación ante la primera encíclica de un Papa porque se considera que tiene cierto carácter programático para su pontificado. Muchos se preguntaban: ¿Por dónde saldrá este Ratzinger que, habiendo sido un teólogo progresista allá por los años sesenta, se convirtió a partir de 1981, como Prefecto de la Congregación de la Fe, en el azote de los teólogos progresistas? ¿Hablará quizás de la crisis postconciliar y de la necesidad de volver a la “gran obediencia”? Además, como la encíclica se ha hecho esperar bastante más de lo habitual, la expectación fue in crescendo. Pues bien, por fin llegó y los interrogantes han quedado despejados: En su encíclica programática, Ratzinger ha querido hablar...... ¡¡de amores!!
Aunque resulta fácil de leer, porque es relativamente breve y está muy bien escrita, quizás no venga mal dar una idea de su contenido.

Tiene dos partes de parecida extensión: en la primera trata del amor de Dios derramado en nuestros corazones y en la segunda de cómo transmitirlo a los demás.
Es sabido que mientras los griegos solían referirse al amor con la palabra éros, entendiendo por tal un arrebato pasional que prevalece sobre la razón, los autores del Nuevo Testamento recurrieron a un quasi neologismo –ágape-, designado con él un amor que busca ante todo el bien de la persona amada.

Recuerda Ratzinger que Nietzsche, en su libro Más allá del bien y del mal.... ¡que novedad, por cierto un Papa citando a Nietzsche! (si exceptuamos la Populorum progressio de Pablo VI, el autor más moderno que solían citar los papas era Santo Tomás de Aquino). Pero sigamos: Decía que en opinión de Nietzsche, con esa sustitución el cristianismo dio a beber un veneno a éros que, si bien no consiguió matarlo, lo hizo degenerar en vicio. El Papa disiente: La transformación –no sustitución- de éros por ágape no es envenenar el amor, sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza. Un amor ebrio e indisciplinado, lejos de elevarnos, nos degrada. El amor auténtico no es cosa del cuerpo solo ni del espíritu solo, sino de la persona entera, abarcando en un síntesis armoniosa el entendimiento, la voluntad y el sentimiento. Es evidente que en el amor entre el hombre y la mujer tiene mucho peso la dimensión corporal, mientras que en el amor al prójimo predomina la dimensión espiritual, pero en cualquiera de los dos casos, si se separaran completamente esas dos dimensiones, resultaría una caricatura del amor.

La encíclica habla con maestría de ambos tipos de amor: el de los enamorados y el del buen samaritano. Somos capaces de uno y otro porque Dios –que es Amor- nos hizo a imagen suya.

Para muchos resultarán liberadoras las páginas dedicadas al amor entre el hombre y la mujer porque en ocasiones el cristianismo había dado la impresión –el Papa lo reconoce- de ser enemigo del cuerpo y del placer. A su vez, los voluntarios sociales creyentes disfrutarán con las páginas dedicadas al amor samaritano porque, si bien el magisterio pontificio había tratado muchas veces del cambio de estructuras, no existía hasta el día de hoy una enseñanza mínimamente sistematizada sobre las tareas asistenciales y de promoción, a las que se han entregado y siguen entregándose de por vida miles y miles de creyentes.

Me temo, sin embargo, que la mayoría de los enamorados y de los voluntarios, leyendo la encíclica, descubrirán que están todavía muy lejos del ideal.